CAPÍTULO 1
Puse mis
pies en el suelo. Me miré al espejo, y mis ojos color azul cielo, estaban más
claros que nunca. Peiné mi pelo castaño. Cogí una bermuda vaquera, y una
camiseta blanca, que hacía resaltar mi dorada piel. Por último, unas vans
negras cubrían mis pies. Estábamos a Lunes, en otro día cualquiera de Febrero.
Abrí la puerta de mi habitación. Miré a mi alrededor. Me lo suponía, todos
estaban ya abajo desayunando. Fui despacio, pero de nada sirvió, rápidamente
salió mi madre de la cocina:
- ¿Sabes qué hora es?
- Pues… no – respondí siendo sincero.
- Pues tu padre está esperándote en el taller, en diez minutos – mi
madre, era una mujer de cuarenta y tres años de edad, con el pelo castaño
teñido, y unos ojos azules, preciosos. Llevaba una vida agotadora, había tenido
y criado junto a mi padre, un hombre de cuarenta y cinco años de edad, pelo que
comenzaba a ser canoso, y ojos marrones claro, cinco hijos, y la verdad, un
desastre todos, incluyéndome a mí.
- No te pongas nerviosa Sandra
- Sabes que no me gusta que me llames así, llámame mamá – respondió ella
enfadada.
- Está bien – y entré en la cocina.
El panorama
de siempre. A un lado de la mesa, mi hermano menor, Pedro, con cinco años de
edad, ojos marrones como mi padre, y un pelo rubio que nunca comprendimos de dónde
lo había heredado. Al lado, mi hermana Sara de once años, con pelo castaño y
ojos azules, como mi otro hermano, Román, con los mismos rasgos, a excepción de
la altura, pues eran mellizos. Y por último, Marina, con quince años de edad,
ojos marrones y pelo también castaño claro, claro, tirando a rubio. Todos,
gritando como locos, por no llegar tarde a clase.
- ¡¡El gigante ha llegado!! – dije cogiendo a Pedro y alzándolo al aire.
- Deja a tu hermano en el suelo, y preocúpate por llegar a tiempo a
trabajar.
- Sí eso, que con diecinueve años aún vives en casa – respondió Sara con
un tono burlón.
En cierto
modo, tenía razón. Desde que cumplí los dieciocho, no he hecho nada en esta
vida. Intenté estudiar fisioterapia, pero acabé trabajando en el taller de mi
padre. Me dan de comer, no tengo dinero a penas para ir al cine con mis amigos.
Y he tenido que resignarme a vivir esta vida de mierda, más de un año.
- No es asunto tuyo Sara, venga ¡todo el mundo fuera! A clase – dijo
mamá, cuando todos comenzaron a coger sus mochilas y a salir por la puerta, a
excepción de Pedro, que se quedaba en casa con mi madre, y Marina, que caminaba
lento y a la cual noté que estaba rara.
- ¿Te pasa algo? – dije siguiéndola hacia la puerta. Hizo un gesto de
sorpresa, y se quitó los cascos.
- ¿Cómo dices? No te he oído.
- Que si te pasa algo… no has hablado en todo el desayuno, y eso es raro
en ti.
- No, no me pasa nada – y con indiferencia colocó los auriculares y
salió disparada. Pero yo no terminaba de tragármelo.
- Bueno mamá, me voy, o papá me matará – dije dándole un beso.
El taller
tan solo estaba a dos minutos caminando. Entré por la puerta, donde Pablo
hablaba con una mujer.
- Buenos días campeón, tu padre te espera donde los neumáticos.
- Muchas gracias.
Al llegar
allí, supuse que algo malo pasaba. Un sudor cálido recorría su cara. Sus ojos
marrones, eran claros a la luz del día, y hoy, eran oscuros. Y mantenía un
papel en la mano.
- Buenos días papá, siento… - pero no pude terminar.
- ¿Sabes qué es esto? – respondió señalando la nota que sostenía su
mano.
- Pues no…
- Pues yo te lo diré. Es una queja, ¡una denuncia! ¿Sabes cómo le viene
esto a mi taller? ¡Como una mierda joder!
- Pero ¿qué tengo que ver yo en esto?
- ¿Qué? Mira te la leo: “El mecánico, Marcos Capote” e hizo un inciso:
es decir tú, “ha arreglado de manera inadecuada mi coche. He declarado que mis
frenos se encontraban en mal estado, y tras pagarle al mi coche pasar tres días
en el taller, he salido a la calle y he tenido un accidente en la autopista,
que gracias a dios, no ha sido nada, debido a que mi audi no ha frenado bien.
Por ello, impongo por orden judicial una multa de setecientos euros, lo que es
el triple de lo pagado. Saludos, Javier Lorenzo Pérez” ¿Qué te parece?
- Pero papá, yo, yo… - no sabía qué decir, no tenía suficiente como para
que ahora viniera el capullo este a joderme.
- No, Marcos. Mira, este es mi taller, pero tengo superiores, que son
dueños del local. Y lo siento mucho, pero tengo que despedirte.
- ¿Cómo?
- Lo que oyes, no puedo consentir esto, ni a ti, ni a nadie. Y además,
tendrás que buscarte un trabajo, porque de esos setecientos euros, tendrás que
pagar la mitad.
- Encima, ¡un trabajo! Anda… - e hice un gesto de indiferencia total.
- No hijo, porque estoy harto de tener que decirte que no podrás estar
toda tu vida… - en ese momento, una voz sonó de dentro:
- Manolo, ¡ven! Unos clientes quieren llevarse su coche y no encuentro
las llaves.
- Bueno, esta conversación no acaba aquí, vete a casa, cuando vuelva del
trabajo, hablaremos.
Salió
corriendo hacia dentro, y yo, con rabia por dentro, comencé a caminar avenida
abajo. Estaba harto de depender de una casa, y un sueldo que no era mío, pero
tampoco sabía cómo hacer que eso cambiara. Ahora mismo, tan solo tenía ganas de
olvidarme de todo, y poder ser feliz, cosa que no conseguía desde que mi vida,
dejó de ser una aventura de la adolescencia.
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