jueves, 28 de marzo de 2013

Está en ti, CAPÍTULO 8


                                                     
                                                           CAPÍTULO 8

5 meses después...

Una suave brisa a mitades de Octubre, recorrió mi cara.  Me dolía la cabeza de una manera horrible. Intenté abrir los ojos, pero no podía, hasta que una mano áspera acarició mi mejilla y me despertó con un beso. Rápidamente pegué un salto. Una chica rubia de ojos azules me miraba con dulzura. No entendía nada. Miré  alrededor para asegurarme de que estaba en casa. No recordaba nada, tan solo el momento en el que Erik apareció la noche anterior para invitarme a salir. “¿Tan borracho estaba?” pensé. Volví a mirar a la chica, era realmente guapa… pero no estaba bien. Yo no era de esos, el alcohol se me había subido a la cabeza, y me apresuré a  explicarle lo ocurrido. Por suerte, ya tenía el inglés dominado… gracias a casi cinco largos meses de esfuerzo.  Esta se mostró receptiva, y no hizo gestos de molestia. Al parecer, tampoco significó nada para ella, lo cual hacia las cosas mucho más fáciles. Nunca me había acostado con una chica de esa manera, aunque para ser sinceros… nunca tuve una novia formal. No me verían lo suficientemente guapo, o eso creía yo… Me vestí rápidamente, y cuando la preciosa joven salió por la puerta, fui sin pensarlo a la habitación de Erik quien aún dormía.

-        ¡Eh! – dije moviéndolo bruscamente con mi mano derecha

-        ¿Qué? – era una de las pocas palabras que Erik había aprendido en español. Rápidamente se levantó de la cama, e hizo un gesto de que esperara fuera.

Era un piso bonito. El ático de un moderno edificio en medio de la ciudad. Grandes cristaleras cubrían el interior. Un amplio salón, seguido de una cocina. A la derecha, dos dormitorios, el mío, y el de Erik. Y al fondo un baño. Y todo esto combinado con los colores blanco y negro. No llevaba más de dos meses viviendo ahí. Lo que suponía menos de la mitad de mi estancia en Australia, la cual acabaría pronto. Al darme cuenta que la espera por mi amigo iría para largo después de ver como se metía en el baño, fui sin pensarlo a mi cuarto. Lo miré con satisfacción. Me parecía increíble que una persona que nada sabía de mí, de mi pasado… tan solo la amistad que nos unía en estos meses, pudiera mantenerme en este piso, sin pagar un solo céntimo, o mejor dicho, dólar. Tenía algo en mí, que atraía a las buenas personas, al parecer. Sería suerte. Volví a salir de mi habitación, y miré por las grandes cristaleras. El mar, al fondo, el barullo de la gente en las calles, a pesar de ser Domingo. Australia me había hecho darme cuenta del valor emocional que tiene la amistad, y entonces me acordé de Gonzalo, lo echaba tanto de menos... llevaba fuera nada más y nada menos que casi nueve meses, sin una sola llamada, sin un solo mensaje. "¿Por qué?" pensaba. Eso era lo que yo quería, estar solo, y que nada ni nadie me detuviera. Llegué a pensar que no se preocupaban por mí, pero era algo absurdo. Era la hora de comer. En ese momento, me paré a pensar que necesitaba un trabajo, pues no me encontraba bien siendo un “mantenido”. No tardé en volver al salón, y allí se encontraba Erik hablando por teléfono, era un hombre muy ocupado. Me conecté un rato al ordenador, y aproveché para hacer unas gestiones, un poco más tarde me acosté en la cama, en lo que mis ojos se cerraron, sin yo darme cuenta.



Era precioso. Las luces, parpadeaban sin parar, como si fuesen lámparas a punto de explotar. Los coches pasaban de un lado a otro, como si de un chasquido de dedos se tratara. Llevaba tanto y tan poco tiempo a la vez fuera de casa, que ya no sabía qué pensar. Miré a mi derecha, y pude ver como una madre abrazaba a su hijo pequeño, que tendría apenas cinco o seis años. Me recordó a Pedro, y entonces una lágrima recorrió mi mejilla. Estaba en el puente, sí, aquel que vi en primer día y conquistó mis ojos. Era de noche, y eso le daba una belleza aún más perfecta. Brillaba, de tal manera, que cautivaba mi mirada. En ese momento, pude notar como una presencia se sentaba a mi lado. Era Erik. No dijo nada. Tan solo miró al frente, hacia el mismo punto donde lo hacía yo. De pronto, viró su cara rápidamente. Humedeció sus labios, y se mantuvo callado unos segundos, como si preparase las palabras que diría a continuación. Y entonces antes de decir nada, miró a mi lado, donde pudo ver mi mochila, mi acompañante en todo momento, y una minúscula maleta, la cual supo con certeza que pertenecía a su piso. Entonces, sí habló, lo que en mi idioma fue:

-        No puedes hacerlo.
-       ¿Hacer qué? – respondí sin apartar la vista al frente.
-        Irte, ¿por qué? Aquí tienes una vida casi hecha, y en estos cinco meses, has sido para mí lo que no ha conseguido mucha gente en años – entonces, lo miré.
-        Erik, tú también lo has sido para mí. Me has demostrado tantas cosas, has confiado tanto en mí, me has dado tanto… que he llegado a un punto que he dicho “¿por qué?” No puedo engañarme. Tú más que nadie sabes que esto no es lo que yo quería. Tengo que seguir, y tengo que hacerlo ya.

Apartó de nuevo la mirada, y vi como una ligera lágrima caía de sus marrones ojos. Me acerqué a él:

-        Me voy ya, he sacado el pasaje por internet. La maleta está hecha.
-        Y, ¿a dónde piensas ir? – respondió limpiando su cara.
-        Tokio, ese es mi destino.
-        ¡Vaya! Cada vez, te pones mejores metas, y me alegro – y entonces nuestras miradas se encontraron. Nos levantamos, y nos dimos un abrazo, tan fuerte, que terminé llorando yo también. Almenos, tenía su número.
-        Toma – dijo tendiendo un sobre en mi mano, el cual pude percibir por su apariencia que se trataba de dinero.
-        Ni de coña, ¿eh? ¡Ni lo sueñes! No lo aceptaré – estaba dispuesto a irme, pero me agarró del brazo.
-        O lo coges, o no me verás jamás. Sabes que estás fatal de dinero, y aunque no quieras aceptarlo, a mí me sobra, soy tu amigo, y quiero ayudarte.

Sin más preámbulos, en un abrir y cerrar de ojos, ya me encontraba en el interior del avión, rumbo a Tokio (Japón) a las nueve de la noche de un domingo, con mis pertenencias y un sobre de dinero, que preferiría que no estuviera allí. Cerré los ojos, dejando atrás cinco meses de mi vida. 

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